miércoles, 2 de julio de 2014

Don Jacobo


Graciela Spector-Bitan


En mi recuerdo, el abuelo Jacobo sonríe, con esa sonrisa quieta , tibia, que le cerraba los ojos y me iluminaba el alma.
Lo recuerdo ya grande. Desde mis pocos años sus cincuenta y tantos me parecían la vejez total…
Sin embargo, siempre pude reconocerlo en las fotos, delgado y joven. En una de ellas estaba vestido de saco y corbata, con pantalones un poco cortos, que dejaban ver los zapatos gastados. La mirada es la misma. Desde siempre mansa. Sabia.
El abuelo era un hombre de contrastes. Laico por antonomasia, hablaba muy pocas veces de religión. Pero hablaba constantemente de judaísmo. Y el abuelo amaba y respetaba el judaísmo. ¡Cuán difícil es ser judío!, decía.  ¡Cuánta sangre derramada!
A su casa llegaba diariamente el Yiddishe Zeitung, el diario en ídish , que el abuelo leía en voz alta mientras mi abuela se ocupaba en  sus tareas de bordados exactos. 
Se emocionaba al escuchar el Kol Nidrei, la oración que inaugura las oraciones de Yom Kipur, el Día del perdón, el más sagrado del año entero para los judíos.  Los ojos le brillaban. Solía contarme que su padre, hombre pío y sencillo,  le había enseñado que las lecturas profanas eran castigadas con la muerte. Las escapadas del abuelo a la biblioteca del pueblo habían desmentido la amenaza, y el abuelo se había convertido entonces, desde jovencito, en un rebelde calmo y seguro de sí mismo. Había tomado sus propias decisiones. Puente entre el pasado en el shtetl y la vida en la gran ciudad de Rosario.
Laico sin concesiones, nadie vería sin embargo al auto del abuelo pasando frente a la sinagoga en sábados o días festivos. Un judío debe comportarse en forma impecable ante la comunidad. Pero su judaísmo estaba marcado por su actitud personal. Sin decirlo, dejaba adivinar a cada paso que lo más importante en la vida es la libertad individual. Además de laico ferviente, el abuelo era un verdadero individualista.
A veces, necesitaba racionalizar un poco. No se come  cerdo porque no es saludable. Del resto... no se habla. Pero la gran lección que transmitía es que todo ser humano merece aceptación y respeto. Por eso lo querían tanto en el barrio. 
Recuerdo que el policía de la esquina venía a charlar con él en la oficina pequeña y oscura. Muchos años después, me enteré por mi amigo José que el abuelo le adelantaba al policía ( y a otros vecinos) el sueldo entero, cuando sabía que apenas les quedaban  unos pocos centavos para comprar la comida para la familia. El abuelo odiaba la pobreza. Pero no a los pobres. Los respetaba y lo respetaban. Y en forma muy consistente con la tradición judía, llevaba a cabo sus buenas acciones en silencio. Lo que se llama en hebreo mitzvá beseter (ayuda en secreto). Ese era su judaísmo. Como si hubiera destilado la esencia misma de los preceptos, acentuando los más humanistas de entre ellos. Sin discursos, sin explicaciones, y sin disculpas. No daba lecciones de moral, pero actuaba de tal forma que era imposible no ver la bondad que emanaba de su corazón.
Sé que trabajó de sol a sol. Había llegado de Médanos, una colonia judía al sur de la provincia de  Buenos Aires, escapando de la pobreza y  el campo al que odiaba, tanto por la crueldad  del trabajo como por la chatura de la mentalidad pueblerina. 
Rosario tenía un puerto que representaba para él un comienzo posible. Con los pocos ahorros que había traído compró un carrito que empujaban los brazos fuertes de sus dieciocho años. Mientras me contaba, sonreía. Había mucha tristeza en esa sonrisa. Le costaba el recuerdo. Creo que le dolían los brazos al contarlo. Iba al almacén mayorista y compraba un kilo de yerba, dos de azúcar, unos panes y alguna botella de vino. Bajaba por la calle Rioja rumbo al río, y vendía su mercancía escasa a los marineros. Con el dinero recaudado, volvía al almacén y compraba esta vez tres kilos de yerba, cuatro de azúcar… Así fue hasta que el almacenero comenzó a confiar en él, y le entregaba mercancía al fiado, que el abuelo pagaba religiosamente al fin de la jornada.
No sé cuánto le llevó abrir su propio almacén en un pequeño cuarto alquilado, y luego una verdulería en la otra esquina, y una sastrería … y a los pocos años era un hombre rico. 
Pero nunca olvidó esos años de lucha ardua, de cansancio, de crecimiento, de valor y aguante. Mucho aguante.
Yo lo conocí maduro, seguro de sí mismo, aconsejando a los miembros más jóvenes de la familia, estimulando a todos para que estudiaran. Para que no tuvieran que trabajar de sol a sol…. Los sobrinos, los primos lejanos, los primos de los primos, cada uno le debía favores a Don Jacobo, como lo llamaban.
Para mí, Don Jacobo era el abuelo. Mi abuelo. Tu abuelo, como él solía decirme. Tu abuelo. Para qué está tu abuelo sino para llevarte a la escuela, para cuidarte, para mirarte con afecto, para…
En su juventud, en medio del esfuerzo cuesta arriba, había sido ya sostén de sus padres, hermanas y cuñados pobres, aparte de la esposa y de los hijos. Después, fue el abuelo la representación de los Reyes Magos para los nietos. Los tres reyes juntos, y hasta los camellos. Mi abuelo.
En la foto, Don Jacobo pasea con los nietos en el Parque Independencia. Yo no estoy. Quizá ya era grande para ir en el carrito…. Pero el abuelo Jacobo no era grande para hacerlo. Era un gigante que podía caber en la cabeza de un alfiler… Oh, Don Jacobo querido….



             

martes, 1 de julio de 2014

Rosendo


Carmen Sanjurjo

El abuelo Rosendo llegó a La Coruña, desde su León natal y una estancia de tres años en Lleida, en 1935. Se mataba a trabajar en la estación de tren desde las seis de la mañana. Por las tardes, con el permiso de sus jefes y después de terminar su horario en la oficina -aunque oficialmente era el portero de la estación-, comer en casa, echarse la siesta y una partidita de cartas o dominó en un café del barrio, cargaba las maletas de los viajeros del expreso de Madrid a cambio de una propina. Siempre supo ganarse la vida y... disfrutarla.

Era físicamente fuerte, de baja estatura, espalda ancha y grandes manos, como sus pies. Sanguíneo y apasionado, tenía mala leche y buen corazón. Sus enfados duraban lo que las cuatro voces que acompañaban su arrebato. No aprendió a controlarlos y eso nos regalaba unas risas cada vez que se indignaba. A él también, porque acababa riéndose. Como también lo hacía cuando mi hermano Raúl y yo, gracias a nuestro talento lírico, le cantábamos: Rosendo, ¿qué estás haciendooo?

Tenía una habilidad que nos divertía muchísimo: a petición de sus nietos, movía una oreja. Nunca logré, ni remotamente, imitar tal proeza y, ahora, al recordarlo, he vuelto a intentarlo y sólo he conseguido arrugar la nariz.

Se pirraba por el dulce y mi abuela, que a lo largo de su vida incorporó pocas palabras en gallego a su castellano de Madrid, decía que era un larpeiro. Nunca he visto a nadie comer un dulce con más placer que a mi abuelo. Un concienzudo placer que ejecutaba minuciosamente cuando devoraba un cestillo de nata coronada con una guinda. Se zampaba la guinda para luego libar, a lengüetadas, toda la nata dejando el cuenco de pasta, como él decía cuando limpiaba las ventanas, como la patena. La patena también se la embuchaba.

Era sordo desde los 29 años. De pronto se sintió mal y su oído izquierdo comenzó a excretar pus; un médico, con sólo oler un algodón empapado de supuración, determinó la urgencia de una intervención quirúrgica que únicamente podía realizarse en Madrid y que le salvaría la vida a mi abuelo. No sé cómo, en el año 1935, se pusieron en marcha familiares de una y otra ciudad para organizar el viaje y la estancia en Madrid; mi bisabuela, que vivía a medio camino, en León, también participó en la logística. El abuelo regresó a La Coruña con una sordera crónica y un hoyito tras la oreja izquierda resultado de lo que en casa siempre se llamó, como si fuera un ente con vida propia, “la trepanación”.

Escuchaba las noticas con el gesto habitual de los sordos: girando un poco la cabeza para acercar el oído sano a la radio. No entiendo muy bien por qué si todos estábamos en silencio absoluto cuando transmitían el “parte”. Frecuentemente, cuando parecía que estaba absorto leyendo o viendo la tele, intervenía en una conversación que se estaba manteniendo en voz baja. Tal vez sería porque, como dećia la abuela: no hay peor sordo que el que no quiere oír.

Me pedía que le rascara la espalda dándome precisas instrucciones: yo pasaba la mano por su espalda y, cuando tocaba el punto elegido, me decía: ahí, ahí; y ahí le rascaba hasta que me indicaba que continuara mi recorrido. Su espalda era grande y los ahí, ahí, numerosos. Me hacía feliz ver a mi abuelo relajado como un gato ronroneante y pensar en que mi dicha se vería aumentada cuando me diera un dinerito por los favores prestados. Rascar la espalda de mi abuelo me gustaba, pero tampoco le hacía ascos a disponer de mi dinero para comprarme caramelos o tebeos.
Cuando tenía veinte años y me fui a trabajar fuera, a mil cien kilómetros de mi abuelo, dos meses de verano, entré en una tienda de objetos de cerámica y madera donde vi un rascador que me transportó a las sesiones con el abuelo. Le compré el rascador y no sé si alguna vez lo usó. Hoy lo tengo en mi escritorio, sobresaliendo entre los lápices que descansan en un vaso de barro, y cada vez que lo paso por mi espalda, pienso en mi abuelo.

viernes, 20 de junio de 2014

Desde el tiempo


Graciela Spector-Bitan

Con paso lento, atravesando la bruma ácida del tiempo, me llega tu recuerdo. Mañanas grises, tu piloto finito y el olor a naranjas de tus manos suaves.
Abuelo. Te nombro y los labios me dibujan la sonrisa que creo que siempre tenía en la cara al mirarte. Eras como un sol, redondo, grande, y el cielo alrededor tuyo tenía el azul impertérrito de tu brillo. Y hasta los días nublados parecían alegres. Nada podía pasarme entonces. Estabas.
A veces me contabas historias tristes de tu infancia. La gente comía a puñados. Claro, me decías,  los chicos tenían manos chiquitas...
Cómo querías que yo entendiera, abuelo, si tus grandes manos proveedoras saciaron necesidades y caprichos,  cada día de mi vida hasta tu muerte.
Yo adivinaba tristezas, porque veía un relámpago de dolor cruzar tus ojos mansos. Pero nada más que un esbozo de comprensión se filtraba trabajosamente a través de mi conciencia. 
Por eso no te gustaba el campo. Y a pesar de que a veces íbamos a la quinta de Galván, y tengo algunos lejanos recuerdos de olor a pasto y tu sonrisa, y me contaron que allí di mis primeros pasos, sé que  preferías el paisaje ciudadano, testigo de tu esfuerzo y de tu éxito. Eras un hombre de la ciudad.
Siempre de traje, con las camisas prolijamente planchadas, siempre impecable. Y adentro de la casa, en pijama. Bajo la presión agobiante del calor rosarino, te recuerdo tomando mate con el torso desnudo. Pero claro, durante la comida, siempre tenías puesto el saco del pijama. En tu casa había que respetar a la gente. Por eso nunca nadie se sentó a la mesa sin camisa. Por eso se comía siempre a la misma hora. Y nadie llegaba tarde. 
Me esfuerzo por recordarte enojado. En dos o tres ocasiones durante los treinta y cuatro años que habitaste mi vida, te vi enojado. Nunca te oí gritar. Nunca.
¡Ah, sí! Hablando por teléfono con los agentes marítimos de Corrientes, o de Buenos Aires. Antes del cable coaxil, había que gritar para que a uno lo escucharan! ¡Mirá qué vieja que soy! Mis hijas no van a entender de qué estoy hablando...
Ahí se escuchaba tu voz, que se afinaba en el grito, y parecía que te quedarías sin voz para toda la eternidad. 
Pero no. Colgabas el teléfono, y si yo estaba sentada en la mesa, mirándote, me regalabas tu sonrisa de dientes pequeños y parejos.
 ¡Cómo me gustaba mirarte, abuelo!
¡Por eso me acuerdo tanto! Era un placer tan grande mirar tu hermosa cara, contemplarte cuando estabas concentrado leyendo el diario, o escribiendo en el imponente escritorio de caoba. Recuerdo que me quedaba largo rato, apoyando mi cuerpo pequeño contra la pared de la antecámara, para que no me descubrieras. Pero nunca pasaba demasiado tiempo hasta que me dijeras que por qué no entraba, que qué estaba haciendo ahí parada, si mi abuelo quería darme un beso.
A veces me llevabas al puerto. Y yo subía a la montaña de arena, que me parecía gigantesca desde la mínima estatura de mis cuatro o cinco años, y me deslizaba riendo hasta tus brazos, que nunca dejaron de atajar mi caída.
Otras veces íbamos a visitar a tus hermanas, las tías viejitas de mi infancia. Elisa estaba ciega, y le llevabas olorosas naranjas y té perfumado de esencias lejanas.Te sentabas, charlabas con ella, mirándome de vez en cuando para detectar el comienzo de mi aburrimiento, y cuando yo daba señales de cansancio, te levantabas riéndote, la besabas en la mejilla con un beso con ruido, me dabas la mano y nos íbamos.
También visitábamos a la tía Teresa, pequeñita,  arrugada y sin dientes. Toda dulzura y bondad. Sabés, muchos años más tarde descubrí una foto de la tía Teresa, joven y hermosa, y me costó un buen rato convencerme de que alguna vez ésa había sido la tía Teresa. Eso pasó hace muchísimo tiempo, antes de que comprendiera esto de que la gente joven se vuelve vieja. ¡Seguramente en esa época yo creía con toda el alma que el mundo estaba dividido en viejos y jóvenes, que pertenecían a dos razas distintas!
Y vos eras joven. También cuando fuiste madurando, y te encorvaste levemente, y tu pelo fue haciéndose cada vez más ralo, a pesar de que siempre mantuvo - o así me lo parece - su color castaño oscuro. Cuando empezaste a demorarte al subir las escaleras, cantando, con la bolsa de cebollas y de papas. 
El jugo de naranjas. Y esa vez que subiste los nueve pisos de mi casa, durante un corte de luz, cuando yo ya estaba casada y mis hijas eran pequeñas. Sólo al día siguiente la sirvienta me contó que habías golpeado a la puerta, llevando una vela en la mano, habías entrado al dormitorio en el que las tres dormíamos, habías sonreído quietamente y te habías ido.
Al día siguiente, cuando te pregunté, sorprendida y admirada, por qué  habías hecho tal esfuerzo, me diste la consabida respuesta: ¿para qué estoy yo, sino para cuidarte?
¡Oh, abuelo, abuelo querido! ¿Adónde estás cuando esta realidad candente me llena el alma de miedo? ¿Adónde buscarte cuando la soledad me anuda la garganta? ¿En qué nube estás sentado escuchando conciertos de violín, abuelo querido?Si pudiera verte, aunque sea un ratito... Si pudiera sentarme a mirarte, quieta, sin molestarte, con el cuerpo pegado a la pared, como entonces...
Si pudiera respirar la ternura de tu sonrisa, empaparme de tu mirada, siento que podría seguir este camino a veces tan áspero, con tanta piedra filosa. Pero este mundo se ha vaciado para siempre de vos, y a veces me cuesta respirar el aire candente de Jerusalem, y extraño la melodía acuática del río, y hasta la humedad que goteaba de las paredes de la escalera, y la frescura de los escalones de mármol a la hora de la siesta.

Cuando todavía estabas...