Graciela Spector-Bitan
En mi recuerdo, el abuelo Jacobo sonríe, con esa sonrisa quieta , tibia, que le cerraba los ojos y me iluminaba el alma.
Lo recuerdo ya grande. Desde mis pocos años sus cincuenta y tantos me parecían la vejez total…
Sin embargo, siempre pude reconocerlo en las fotos, delgado y joven. En una de ellas estaba vestido de saco y corbata, con pantalones un poco cortos, que dejaban ver los zapatos gastados. La mirada es la misma. Desde siempre mansa. Sabia.
El abuelo era un hombre de contrastes. Laico por antonomasia, hablaba muy pocas veces de religión. Pero hablaba constantemente de judaísmo. Y el abuelo amaba y respetaba el judaísmo. ¡Cuán difícil es ser judío!, decía. ¡Cuánta sangre derramada!
A su casa llegaba diariamente el Yiddishe Zeitung, el diario en ídish , que el abuelo leía en voz alta mientras mi abuela se ocupaba en sus tareas de bordados exactos.
Se emocionaba al escuchar el Kol Nidrei, la oración que inaugura las oraciones de Yom Kipur, el Día del perdón, el más sagrado del año entero para los judíos. Los ojos le brillaban. Solía contarme que su padre, hombre pío y sencillo, le había enseñado que las lecturas profanas eran castigadas con la muerte. Las escapadas del abuelo a la biblioteca del pueblo habían desmentido la amenaza, y el abuelo se había convertido entonces, desde jovencito, en un rebelde calmo y seguro de sí mismo. Había tomado sus propias decisiones. Puente entre el pasado en el shtetl y la vida en la gran ciudad de Rosario.
Laico sin concesiones, nadie vería sin embargo al auto del abuelo pasando frente a la sinagoga en sábados o días festivos. Un judío debe comportarse en forma impecable ante la comunidad. Pero su judaísmo estaba marcado por su actitud personal. Sin decirlo, dejaba adivinar a cada paso que lo más importante en la vida es la libertad individual. Además de laico ferviente, el abuelo era un verdadero individualista.
A veces, necesitaba racionalizar un poco. No se come cerdo porque no es saludable. Del resto... no se habla. Pero la gran lección que transmitía es que todo ser humano merece aceptación y respeto. Por eso lo querían tanto en el barrio.
Recuerdo que el policía de la esquina venía a charlar con él en la oficina pequeña y oscura. Muchos años después, me enteré por mi amigo José que el abuelo le adelantaba al policía ( y a otros vecinos) el sueldo entero, cuando sabía que apenas les quedaban unos pocos centavos para comprar la comida para la familia. El abuelo odiaba la pobreza. Pero no a los pobres. Los respetaba y lo respetaban. Y en forma muy consistente con la tradición judía, llevaba a cabo sus buenas acciones en silencio. Lo que se llama en hebreo mitzvá beseter (ayuda en secreto). Ese era su judaísmo. Como si hubiera destilado la esencia misma de los preceptos, acentuando los más humanistas de entre ellos. Sin discursos, sin explicaciones, y sin disculpas. No daba lecciones de moral, pero actuaba de tal forma que era imposible no ver la bondad que emanaba de su corazón.
Sé que trabajó de sol a sol. Había llegado de Médanos, una colonia judía al sur de la provincia de Buenos Aires, escapando de la pobreza y el campo al que odiaba, tanto por la crueldad del trabajo como por la chatura de la mentalidad pueblerina.
Rosario tenía un puerto que representaba para él un comienzo posible. Con los pocos ahorros que había traído compró un carrito que empujaban los brazos fuertes de sus dieciocho años. Mientras me contaba, sonreía. Había mucha tristeza en esa sonrisa. Le costaba el recuerdo. Creo que le dolían los brazos al contarlo. Iba al almacén mayorista y compraba un kilo de yerba, dos de azúcar, unos panes y alguna botella de vino. Bajaba por la calle Rioja rumbo al río, y vendía su mercancía escasa a los marineros. Con el dinero recaudado, volvía al almacén y compraba esta vez tres kilos de yerba, cuatro de azúcar… Así fue hasta que el almacenero comenzó a confiar en él, y le entregaba mercancía al fiado, que el abuelo pagaba religiosamente al fin de la jornada.
No sé cuánto le llevó abrir su propio almacén en un pequeño cuarto alquilado, y luego una verdulería en la otra esquina, y una sastrería … y a los pocos años era un hombre rico.
Pero nunca olvidó esos años de lucha ardua, de cansancio, de crecimiento, de valor y aguante. Mucho aguante.
Yo lo conocí maduro, seguro de sí mismo, aconsejando a los miembros más jóvenes de la familia, estimulando a todos para que estudiaran. Para que no tuvieran que trabajar de sol a sol…. Los sobrinos, los primos lejanos, los primos de los primos, cada uno le debía favores a Don Jacobo, como lo llamaban.
Para mí, Don Jacobo era el abuelo. Mi abuelo. Tu abuelo, como él solía decirme. Tu abuelo. Para qué está tu abuelo sino para llevarte a la escuela, para cuidarte, para mirarte con afecto, para…
En su juventud, en medio del esfuerzo cuesta arriba, había sido ya sostén de sus padres, hermanas y cuñados pobres, aparte de la esposa y de los hijos. Después, fue el abuelo la representación de los Reyes Magos para los nietos. Los tres reyes juntos, y hasta los camellos. Mi abuelo.
En la foto, Don Jacobo pasea con los nietos en el Parque Independencia. Yo no estoy. Quizá ya era grande para ir en el carrito…. Pero el abuelo Jacobo no era grande para hacerlo. Era un gigante que podía caber en la cabeza de un alfiler… Oh, Don Jacobo querido….